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JUAN RULFO: PEDRO PÁRAMO, EL LABERINTO MEXICANO.

 

JUAN RULFO: PEDRO PÁRAMO, EL LABERINTO MEXICANO.

 

 

Aeropuerto de Málaga, España, mediados del 2003. Me correspondía el placer de ir a recoger a una persona que llegaba de París a la ciudad andaluza. Consciente de que, en una de esas, habría retardo, decidí llevar conmigo un pequeño ejemplar con cuentos del escritor mexicano Juan Rulfo (1917, 1986, nombre completo «Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno»), para alivianar la espera. El librillo poseía a su vez una resonancia algo romántica, ya que fue comprado en la famosa librería Shakespeare and Company, París, Francia, allá por 1996. El local actual en la Rue de la Bûcherie, 5éme arrondissement, es la segunda versión, ya que la primera fundada por Sylvia Beach en 1919, en la Rue de Odéon, 6éme arrondissement, fue cerrada durante la ocupación militar de Paris, y nunca reabrió.

 


El bookstore con vista hacia la Catedral de Notre-Dame se convirtió en un “refugio” bastante frecuentado por el autor de estas líneas, sobre todo entre 1991-1998. Incluso después. Subir las estrechas escaleras y contemplar las paredes abarrotadas de libros, nuevos y usados, la mayoría en inglés, pero a su vez en otros idiomas, equivalía a un cambio de calendario, un desligarse del tiempo cronológico y de las preocupaciones, allá afuera. Fue en una visita, acompañada por una bella y brillante historiadora del arte estadounidense, que años después ejercería la cátedra en una de las universidads más renombradas de aquel país, que encontré las mini-ediciones de Alianza Editorial de Madrid, y compré el volumen de cuentos de Juan Rulfo[1]. Y otro de Jorge Luis Borges (*1899-1986), Artificios [2]

 


 

En la antesala de “Llegadas” de Málaga comencé la lectura de “Nos han dado la tierra”, y a los pocos minutos sentí la comezón de una “carne de gallina” que empezaba a inundarme, sin apuro, sin oposición.

 

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y arroyos secos.[3]

 

 Ya no estaba allí, y me costaba entender por qué había estado allí.

 


 

(Primera página del “Seminario sobre el cuento de tres autores hispanoamericanos”, mecanografiado por el autor de estas líneas”, 1970-71. © 2021.

 

 

Me encontraba de vuelta en Sudamérica, entre los años 1970-71, cuando comencé a conocer al “gran mexicano”, Juan Rulfo, con quien tengo el honor de compartir el santo. En el local de una entidad a ser resumida como I.L.A.R.I., ubicado en la calle Eligio Ayala de la ciudad de Asunción, Paraguay, se organizó un “Seminario sobre el cuento en tres autores hispanoamericanos. Juan Rulfo, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges”, coordinado por el gran escritor paraguayo Augusto Roa Bastos (*1917-2005), quien vivía en Buenos Aires, Argentina, pero visitaba ocasionalmente el Paraguay, “cuando las circunstancias políticas así lo permitían...”. Me quedan recuerdos de sesiones intensas, de mucha riqueza, que fueron anotadas con bastante minuciosidad por quien suscribe estas líneas. Roa Bastos demostró no sólo una autoridad intelectual de primer rango, sino a su vez una gran generosidad, y una mezcla de curiosidad-respeto por los más jóvenes. Uno de los trabajos que presenté fue “El tratamiento del tiempo en la obra de Juan Rulfo”, cuyo borrador sigue ahí, a la espera de que, varias décadas después, este autor se atreva a resucitarlo. Me empecinaba en llevar adelante el concepto de “tiempo metafísico”, a lo que Roa Bastos, sonriendo, decía “...más bien, tiempo psicológico”.

 

Retomamos el tema en una visita a Toulouse, Francia, en 1988. Roa Bastos me habría de comentar su asombro ante la capacidad de algunos estudiantes en la universidad francesa de esa ciudad para descubrir nuevas facetas en las narraciones de Rulfo, como aquel que, en una tesis doctoral, demostró que “...en esta parte se oye el ruido que hacen los muertos”: “¿Qué es lo que no van a descubrir?”, dijo, admirado y contento.

 

 


(Primera página de la presentación del “primer grupo” sobre la obra de Rulfo, escrito y mecanografiado por el autor de estas líneas, 1970-71. © 2021)

 

En la novela Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo uno de los secretos para “ser aceptado por el texto” radica precisamente en escuchar el ruido que hacen los vivos y los muertos, cuando pasean al libre albedrío por el pueblo, Comala.  Por más que ese ruido no suene, pero se sienta:

 

Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.”[4]

 

La novela vino después del conjunto de cuentos publicado como El Llano en Llamas (1953), que transcurren con el trasfondo de la vida rural en México durante la “Revolución Mexicana” y la “Guerra de los Cristeros” (1926-28). Esta sucesión de convulsiones habría de afectar en mucho a la familia de Rulfo, quien luego del asesinato de su padre en 1923 y la muerte de su madre en 1927, fue educado por su abuela en Guadalajara, Jalisco. Es la misma matriz que proveería el substrato de The Power and the Glory of Graham Greene (ver nuestro artículo en este mismo blog).

 

Pedro Páramo fue calificada por Jorge Luis Borges como “una de las mejores novelas de las literaturas de lenguas hispánicas, y aun de toda la literatura.[5] Fue sólo hace pocos semanas que tuve conocimiento del encuentro de ambos escritores, en 1976, cuando Borges se encontraba de visita en México. Ambos habrían de fallecer el mismo año, 1986.

 

 


 

 

 

                    (Jorge Luis Borges, izquierda, y Juan Rulfo, derecha, 1976)

 

La novela comienza con la narración en primera persona de Juan Preciado, quien promete a su madre, moribunda, que irá a Comala, para buscas a su padre, Pedro Páramo. El nombre ya ofrece claves para captar los “hilos conductores” de la novela: Pedro, “Petrus”, (piedra, piedras…), “el páramo donde sólo hay piedras”, e incluso uno ya podría reemplazar “piedras” por “huesos”.

 

Se inicia así el viaje de Juan Preciado, quien ya antes de llegar a Comala se encuentra con otro hombre, un “arriero”, quien le comenta que él, también, es hijo de Pedro Páramo.

 

Una mujer, amiga de su madre, lo acogerá en el pueblo, abandonado, en el que sólo circulan sombras, fantasmas, atravesado por carretas vacías, y un caballo sin jinete que sigue dando vuelta y vuelta, “consciente de que su patrón había cometido un crimen”.

 

—Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, no?[6]

 


No nos corresponde dar aquí más detalles de la(s) trama(s) en la novela. Señalar, eso sí, los Leitmotiven que apuntalan la estructura de la narración: aventuras y desventuras de Pedro Páramo, sus mujeres, sus hijos, legítimos e ilegítimos. Sueños y angustias de las mujeres, en una época en la que las agresiones llegaban con más frecuencia que la lluvia, la puja por el dinero y la tierra, los oleajes de la “revolución”. Y un cura católico, el padre Renterías, que lidia con las encrucijadas típicas de la época, conceder la indulgencia a alguien, quien, entre otras cosas, asesinara a su hermano y violentara a su sobrina. “Un puñado de monedas de oro” deja el peticionario, esperando que así su hijo fallecido consiguiera el perdón de Dios.

 

Lo narrado en torno a los personajes es aquí un abanico de herramientas para capturar el substratum de la obra: cómo puede el lector introducirse en ese mundo que engaña con lo “ficticio”, y codearse con las figuras que más bien parecen nadar entre las nubes. Sobre todo: escuchar los ecos.

 

» Sí —volvió a decir Damiana Cisneros—. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo el aullido de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?”

 

Incluso no sabemos si toda la narración no es más que una construcción onírica del narrador en primera persona, al comienzo, ya que éste agrega al deseo expresado por su madre de que hiciera el viaje:  

 

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones.”[7]

 

 

 

Conviene subrayar que Pedro Páramo está escrito en un “castellano-mexicano”, con expresiones y construcciones de frase singulares, y que sólo puede ser aprehendido dentro de esa construcción lingüística, que es, per se, una “visión mexicana del mundo”.  La novela transpira los vapores que exhala una sociedad constantemente sacudida por revoluciones y persecuciones, una Iglesia Católica a su vez acosada por muchos, y venerada por muchos otros, a la que la persecución parece hacerla más fuerte.  La geografía de Pedro Páramo es, como lo indica su nombre, árida, tierra seca, escasos árboles, y sobre todo poca agua.

 

Reuniendo a esos dos escritores que, cada cual a su manera, transgredieron las normas de la narrativa tradicional, nos atreveríamos a expresar, repitiendo lo que ya habíamos sugerido a comienzos de la década de 1970, que mientras Rulfo “universaliza” lo “mexicano”, Borges “argentiniza” (o “porteñiza”) lo universal.

 

Comala es aquel pueblo que Rulfo utiliza como su propia “Torre de Babel” mexicana, su “laberinto” en la meseta, en el que, sin duda alguna, no hay ningún hilo de Ariadna. Por lo menos visible. Es el lugar donde los vivos no saben si siguen vivos, y los muertos tampoco si siguen muertos.

 

Es decir, “muertos” y “vivos” van rememorando aquellos acontecimientos, cambiando a su vez de posición existencial, pasando de la existencia en la tierra (Das Dasein) a la existencia más allá de la “muralla del tiempo” (Das-jenseits-der-Zeitmauer-Sein), por lo que, summa summarum, lo único que “existe” son los recuerdos. Y no sólo en Comala. Quizás tenía razón Roa Bastos al criticarme mi persistencia con el concepto de “tiempo metafísico”, e insistir en el de “tiempo psicológico”, más aún sí, hoy en día, recordamos el origen griego de la palabra “psique”, es decir, “alma”. 

 

Sigue lo que asoma como el último mensaje de Juan Preciado, pero no lo es. Llegará el reencuentro con su madre:

 

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí. Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto. No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre. Digo para siempre. Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.[8]

 

La pregunta que nos hicimos, semanas ha, cuando empezamos a re-leer la novela Pedro Páramo, era la de que cómo reaccionaríamos, medio-siglo después.

 

Luego de cincuenta años, la capacidad de asombro sigue estando ahí, ante una novela de un lenguaje simple y escueto, que promete poco, pero ofrece mucho.  Y no creemos que eso cambie en el “a-venir”.

 

 

 



[1]Rulfo, Juan. Relatos, Alianza Editorial, 1994.

[2]Borges, Jorge Luis. Artificios, Alianza Editorial, 1994.

[3]Rulfo, Juan. Relatos, Alianza Editorial, 1994, Nos han dado la tierra, p. 5.

[4]Versión digital de www.alejandria.com,  pg.  41.

[5]Borges, Jorge Luis. Pedro Páramo, 1985, Hyspamérica, Buenos Aires, 1985.

[6]Versión digital, pg. 18.

[7]Versión digital, pg. 2.

[8]Versión digital, págs. 50-51.

CLASSICS REVISITED

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